La familia, Iglesia doméstica

Anna-Bel Carbonell, educadora y madre de familia

Nuestra vida se ha perturbado más de lo que quisiéramos. Esto se ha hecho muy evidente durante las distintas restricciones y confinamientos que esta pandemia global nos ha impuesto.

Dentro del espacio familiar hemos tenido que acompañar, escuchar, amar, animar. Y también contener malos humores, tristezas, duelos y angustias. Al mismo tiempo que continuábamos creciendo en la fe, acompañándola y dejándola fluir.

La Iglesia doméstica

El Concilio Vaticano II habla de la familia cristiana como de una pequeña Iglesia doméstica, primera escuela de fe para los niños y niñas. San Pablo ya lo describe en sus cartas, la Iglesia primitiva nació en las casas, en el seno de las familias. Estas primeras comunidades rezaban, trabajaban la corresponsabilidad y la comunión fraterna. Proclamaban la Palabra y ayudaban a los más necesitados.

El papa Francisco nos recuerda que quien ora aprende a decir gracias, y que hay tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: por favor, gracias y perdón. Todas estas actitudes las podemos trabajar en esta humilde y sencilla comunidad eclesial que denominamos «Iglesia doméstica».

Porque es en este espacio de convivencia donde se quiere y se perdona, se fortalece y se ayuda a crecer, se acoge y se tiene la puerta abierta para todos. Y, ¿no es esto lo que se nos pide como cristianos? Las circunstancias actuales de confinamiento es una oportunidad para retornar y reafirmar estas raíces.

Desde niños, en la familia se propone, gesta y transmite una fe que deberemos alimentar en el encuentro diario. Mientras compartimos, velamos por este proceso de ternura relacional entre la persona y Dios Padre. Que es un camino libre y gratuito, que tiene sus oscilaciones como otros aspectos de la vida humana.

Con maneras sencillas

No se considera Iglesia a la familia solo porque se vaya a misa y se cumplan con los sacramentos, sino por eso y por mucho más. A menudo en el seno de la familia se hace una tarea silenciosa y constante de testimonio que pasa por abuelos y abuelas, por padres y madres que partiendo de lo que han vivido preparan el terreno, fertilizan la tierra, siembran la semilla y la riegan para que sus nietos e hijos descubran no solo la fe en Dios Padre, sino también quien fue este Jesús hombre que nos habló de perdón, de amor, de igualdad, de libertad y de encargarse de los demás.

Rezar en familia, bendecir la mesa, venerar los signos cristianos del hogar, dar gracias, acompañar en la duda o pedir perdón… no siempre es fácil, pero compartir la vida y amar es la razón de ser de toda familia.

En una carta apostólica que leí hace tiempo se nos recordaba la importancia de las oraciones sencillas que las madres y los padres enseñamos a nuestros hijos e hijas y rezamos con ellos. Acababa con una dulce imagen, diciendo que la fe que se ha vivido en la falda de las madres permanece como un poso en el alma para toda la vida.

Así pues, es en este contexto del buen hacer y del buen ser familiar, donde los actos de sus miembros comunican más que sus palabras y donde una familia enseña a sus hijos a respetar, amar y rezar la vida.

Con razón el escritor portugués Gabriel Magalhaes hablando de la familia y la fe dice:

La pareja que se constituye se convierte ella misma en una pequeña Iglesia de tantos afectos: un lugar donde el amor ocurre cada día como una misa privada (…) -y acaba diciendo- que abrazando a los padres aprendemos a abrazar a Dios.

Gabriel Magalhaes