Aprender a ser agradecido

Foto: Lilia Macías (Cathopic)

(Anna-Bel Carbonell, Sant Cugat del Vallès) Los que somos madres y padres sabemos lo importante que es establecer rutinas desde muy pequeños con nuestros hijos e hijas. Es algo parecido a establecer pequeñas liturgias, que si se transmiten amorosa y pacientemente, no producirán alergias y, en cambio, contribuirán positivamente a forjar su carácter, los guiarán hacia un cierto orden, crecerán en valores y les ayudarán a discernir más adelante con un cierto criterio. Enseñarles a «dar las gracias» es una de estas rutinas, y no solo por una cuestión de amabilidad y buena educación.
Una vez, hace muchos años, alguien me dijo que dar las gracias por obviedades, por acciones habituales y casi de obligado cumplimiento, no hacía falta porque se daban por supuestas y se desvirtuaba la acción y el sentido del término. En aquel momento, reconozco que no entendí el significado real de lo que me decían… pero con el transcurrir del tiempo he descubierto el verdadero sentido. No es que dar las gracias por todo desgaste la palabra, sino que estamos hablando de una dimensión humana que debemos convertir de forma natural en el tronco central para acabar transformando todo nuestro ser en un canto de acción de gracias.
Ser agradecido no es un puro formalismo, antes al contrario, ser agradecido dice mucho de cómo somos, del verdadero sentido de nuestras vidas y del valor que damos a quienes nos acompañan en nuestra trayectoria vital.
Ser agradecido es un reconocimiento afectuoso, es una manera de ir por la vida, un actuar más desde el corazón que desde nuestro, a veces, frío intelecto.
Recuerdo que, en una visita, un monje de Poblet nos dijo: la esencia de la persona humana y de todo cristiano debe ser «Respirar y dar gracias».
Pero, ¿qué clase de gracias debemos dar? No sirven las gracias protocolarias, ni las obligadas, sino que hablamos de las gracias sinceras, de las que nacen del corazón y nos surgen desde dentro. A menudo tendemos a dar por hecho algunas cosas, y a olvidarnos de agradecerlas: la generosidad de nuestros progenitores al desearnos y querernos; cada segundo de nuestra existencia: frágil, gratuita, irrepetible; cada nuevo día luminoso o lluvioso; por cada persona que nos escucha, acompaña, ama… todos estos y muchos otros actos son deudores de nuestro mayor agradecimiento. Y, a Dios Padre y Madre, ¿no debemos darle gracias?
La liturgia, de manera sencilla y natural, debería invitarnos más a menudo a adoptar esta actitud de agradecimiento por la vida, por sentirnos amados antes de nacer, por un Dios que nos ofreció a su Hijo por amor, por el don de la fe. Esta sería una «rutina» que con el tiempo los niños, de manera natural, deberían integrar en su oración y convertir en «acción de gracias» de su vida. El agradecimiento debe tomar cuerpo en las celebraciones litúrgicas comunitarias y también en nuestra vida interior.
Gracias, una palabra que se convierte en oración, plegaria en sí misma cuando la transformamos en una actitud de vida.

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